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Todo empezó cuando Mar me lo propuso y pensé “venga, ¿por qué no?”. Sin darme cuenta estaba nuevamente metido en un reto de los que a mí me gustan, de los que todo apunta a que va a tocar currárselo, y mucho.
No era mi primera carrera por montaña, tampoco mi primera ultra, ni siquiera mi primer 100K, pero sí que era la primera vez que iba a participar en un reto solidario. Cuando me quise dar cuenta, estábamos a una semana de la Trailwalker Euskadi, lo teníamos ahí.
Empezamos el recorrido con mucha ilusión, con la emoción del que no sabe la que se le viene encima. Las horas pasaban, seguíamos avanzando. Cien kilómetros dan para mucho, sobretodo dan para pensar mucho. Para pensar en “¿qué hago yo aquí a las 4 de la mañana recorriendo la orilla de un embalse que parece no tener fin?”. Miraba a mi alrededor y veía un equipo unido, tocado (pero no hundido), con alguna baja (Marcos, volveremos ¡y lo vamos a petar!), pero con fuerzas ( no muchas). Y sobre todo con la cabeza alta y tirando adelante, sabiendo que en el siguiente control tendríamos un equipazo de apoyo que nos esperaba: sin ellas dudo que lo hubiésemos conseguido, sinceramente. Esos son los equipos que me gustan: los que no se rinden fácil, los que no dan una por perdida. Los Pinchawalkers venían a por todas y no iban a darse por vencidos.
Finalmente, vuelta a la rutina se suceden los flashbacks, de buenos momentos, y de momentos difíciles que desde la distancia se recuerdan con una sonrisa. Misión cumplida, claro que sí, ¿alguien tenía alguna duda?